
La primera vez que cogí una cámara de fotos apenas comenzaban los noventa. Al día siguiente, tenía una excursión con el colegio y mi padre me prestaba su Leica analógica, así que, antes de irme a la cama, me enseñó a instalar la película en la cámara, a tratar de enfocar según la distancia al punto y a detener mi mirada para escoger la mejor imagen posible y no gastar rápidamente el carrete. Cuando íbamos a un museo, mi madre nos contaba historias de los personajes que colgaban en las paredes. A la hora de comer, los cuatro jugábamos a "atención pregunta". Viajábamos en un Visa gris oscuro con un misceláneo olor a Ducados y tortilla de patatas, mientras leíamos las matrículas ansiosas de que alguna fuera capicúa, buscábamos formas en el cielo y cantábamos Mocedades a voz en grito. El presente es el resultado de aquel pasado y, ahora, soy yo quien ocupa el asiento delantero y reparte los bocadillos mientras suena la radio. No concibo la vida sin el arte. Ni el arte sin la vida.